DOI: https://doi.org/10.32870/vsao.v6i11.7722
Escritos de frontera
Devorar y ser devorados: sociología de la alimentación y su crítica post-capitalista en el arte
Devouring and Being Devoured: Sociology of Food and its Post-Capitalist Critique in Art
Álvaro Eduardo Fernández Melchor1
1 Universidad Autónoma de Zacatecas
Resumen
A partir de una discusión centrada en la Investigación basada en artes (IBA), se realiza una reflexión crítica sobre cómo las estructuras de dominación capitalistas se manifiestan en las prácticas de consumo alimenticio. A su vez, se exploran las dinámicas de explotación y subordinación inherentes al modelo económico globalizado, proponiendo que el acto de devorar y ser devorado, tanto en su dimensión física como simbólica, ilustra la reciprocidad de estos procesos dentro del sistema capitalista. Desde la IBA, este proceso puede analizarse mediante intervenciones artísticas que resalten las formas en que el capitalismo transforma los alimentos en símbolos de estatus o identidad. Una instalación que muestre la historia colonial de un alimento, desde su origen hasta su transformación en un producto gourmet, permite explorar cómo los objetos alimenticios se imponen como representaciones de poder cultural y económico. El acto de consumir se transforma así en un acto de aceptación de una jerarquía simbólica, en la que ciertas culturas y sus alimentos son valoradas sobre otras.
Palabras clave: Sociología de la alimentación, capitalismo, arte y sociedad, identidad cultural, globalización económica.
Abstract
From a discussion centered on Arts-Based Research (ABR), a critical reflection is made on how capitalist structures of domination are manifested in food consumption practices. In turn, the dynamics of exploitation and subordination inherent to the globalized economic model are explored, proposing that the act of devouring and being devoured, both in its physical and symbolic dimensions, illustrates the reciprocity of these processes within the capitalist system. From the IBA, this process can be analyzed through artistic interventions that highlight the ways in which capitalism transforms food into symbols of status or identity. An installation showing the colonial history of a food, from its origin to its transformation into a gourmet product, allows us to explore how food objects are imposed as representations of cultural and economic power. The act of consumption thus becomes an act of acceptance of a symbolic hierarchy, in which certain cultures and their foods are valued over others.
Keywords: sociology of food, capitalism, art an society, cultural identity, economic globalization.
Recibido: 10/11/2024
Aceptado: 04/02/2025
Introducción: del plato a la mesa, y de la mesa al poder
Well, girls, food, gear
I don't like going outside,
so bring me everything here
(People, The 1975)
¿Quién consume a quién en el sistema capitalista contemporáneo? En un mundo donde el consumo prima como amo y señor de las relaciones económicas, sociales y culturales, es fundamental cuestionar las dinámicas de poder que subyacen a este proceso. La alimentación, como uno de los actos más primitivos y esenciales de la existencia humana, se convierte en un campo fértil para explorar las tensiones entre la opulencia y la escasez, el dominio y la subordinación. Este texto se adentra en esa paradoja, proponiendo que el acto de devorar es una acción de conquista, dentro de un proceso de vulneración y absorción de los sujetos sociales, humanos y animales. A través del análisis sociológico de la alimentación y la crítica post-capitalista, este trabajo examina cómo el arte y el performance pueden desentrañar estas estructuras de poder y ofrecer un espacio para la resistencia, poniendo en discusión las contradicciones inherentes a un sistema que, al mismo tiempo, consume y es consumido.
El consumo alimenticio, especialmente en la era de la comida rápida, ha transformado nuestros hábitos alimentarios y nuestras formas de relacionarnos con el mundo. La fast food, por un lado, satisface una necesidad biológica en un extraño proceso de consumo: rápido, eficiente, despersonalizado. En este proceso, la comida pierde su carácter ritual, cultural y social, reduciéndose a un commodity accesible que, en su producción y consumo, se alinea con las demandas de un sistema que privilegia la inmediatez y el consumo sin reflexión. La comida rápida, al igual que otros productos del capitalismo globalizado, promueve un ciclo interminable de consumo, donde lo efímero se vuelve la norma, y la satisfacción inmediata se convierte en un fin en sí mismo.
Asistimos al imperio del consumo, donde el mercado dicta las reglas y cada aspecto de nuestra vida está sujeto a la lógica de la eficiencia y el beneficio. La alimentación no es únicamente un acto biológico, sino que ha estado históricamente cargada de significados culturales, rituales y religiosos. Como señala Mircea Eliade (2000), en muchas tradiciones, el acto de comer se inscribe en la tensión entre lo profano y lo sagrado, revelando jerarquías simbólicas a través de la hierofanía. En el capitalismo contemporáneo, esta dimensión simbólica no desaparece, pero se reconfigura: las grandes corporaciones alimenticias moldean nuestros deseos, hábitos y dietas, operando formas de colonización mental y corporal que resignifican nuestra relación con los alimentos.
A través de la publicidad y la tecnología, nos vemos arrastrados hacia un consumo acelerado y sin conciencia, donde la variedad y la calidad de los alimentos pierden terreno frente a la uniformidad del alimento ultra procesado. Pollan (2006), apunta que la comida rápida, como estandarte de este imperio, se presenta como una solución fácil a la vida ultramoderna, pero a costa de la desconexión con los rituales alimentarios, las tradiciones culturales y la responsabilidad hacia nuestro propio cuerpo y el planeta. Así, la alimentación se convierte en una extensión de un sistema que no solo nos alimenta o nos devora, sino que también nos condiciona y nos controla, despojándonos de nuestra autonomía y nuestra capacidad de tomar decisiones conscientes (p.2).
Ante una cultura que premia el consumo desmedido y la inmediatez, surge la pregunta: ¿cómo sobrevivir y recuperar la autonomía en nuestras elecciones alimenticias? La respuesta radica en la reinvención de nuestras prácticas diarias y en la valorización del acto de comer como un proceso consciente y ritual. Para resistir la influencia de la comida rápida y sus implicaciones, es fundamental reestablecer una conexión con los alimentos, promoviendo la educación sobre su origen, su preparación y su significado. Recuperar el aspecto sagrado de la alimentación implica considerar la comida como un vehículo para la construcción de relaciones, la transmisión de tradiciones y el cultivo de la salud y el bienestar. Este retorno a lo esencial nos permite redefinir nuestras experiencias alimenticias, fomentando un enfoque que priorice la calidad sobre la cantidad y la ritualidad sobre la rutina, promoviendo una cultura del buen comer que desafíe las normas impuestas por el post- capitalismo contemporáneo.
Para Schlosser (2001), en este escenario de consumo acelerado, la industria alimentaria igualmente es cómplice de una de las formas más violentas de explotación: la crueldad hacia los animales. La sustracción masiva de ganado y su transformación en productos de consumo rápido es un proceso que despoja a los seres vivos de su dignidad y su naturaleza, reduciéndolos a meros recursos en un ciclo interminable de producción y sacrificio. Al ignorar el sufrimiento inherente a este sistema, aceptamos sin cuestionar una cultura que normaliza la crueldad como parte del proceso de consumo. Producción alimentaria industrializada, deshumanización animal, trivialización del sacrificio, fragmentación ética, desconexión entre acción y consecuencia, obsolescencia del pensar crítico. Este es el panorama, un sistema donde la moral es opcional, la ética un lujo y el dolor, solo un producto más en el mercado global.
Recuperar una visión ética de la alimentación, que rechace la explotación y la tortura animal, exige un cambio radical en la forma en que nos relacionamos con la comida, así como el replanteamiento del paradigma imperante. Nos enfrentamos a un sistema profundamente arraigado, donde la comodidad, la inmediatez y el bajo costo han convertido la crueldad en un componente aceptado de la producción alimentaria. ¿Es posible realmente subvertir un modelo económico global que se beneficia del sufrimiento? La disyuntiva no es simplemente elegir entre una alimentación ética o una mecanizada, parte del conflicto es reconocer que el consumo ético es, en muchas ocasiones, un privilegio inaccesible para la mayoría.
Como bien señala Nestle (2006) el mercado alimentario actual, diseñado para mantener costos bajos y satisfacer una demanda voraz, impone barreras invisibles a cualquier intento de transformación. El acceso a productos de origen ético, libres de explotación, sigue siendo marginal y, en muchos casos, simbólico. El discurso de la sostenibilidad y el bienestar animal se ha incorporado al marketing, pero no ha desafiado las estructuras de poder que perpetúan la violencia sistémica hacia los animales y el entorno. Problemáticamente, la industria encuentra formas de cooptar estos movimientos éticos, convirtiendo incluso las soluciones en parte del mismo problema: el consumo consciente se convierte en una etiqueta, un nuevo nicho de mercado, una moda que no alcanza a transformar la lógica de fondo.
Así pues, en este texto de análisis crítico, el arte se convierte en un bastión neurálgico para abrir grietas que tracen una cartografía de reflexión sociológica alrededor de los diversos fenómenos culturales que gravitan sobre lo alimentario. El arte no se limita a ser una respuesta estética o decorativa, hoy día se valora importante que se impregne dentro del ágora política resistencia, un terreno donde las prácticas simbólicas pueden poner en evidencia las contradicciones del paradigma alimentario imperante. A través de la performance, el arte visual y el activismo artístico, se generan nuevas formas de problematizar la relación entre el ser humano, el consumo y la naturaleza, devolviéndole al acto de comer su dimensión política y ética.
Con ello, este artículo se propone examinar cómo cuatro obras de arte contemporáneo desmantelan la ilusión de autonomía en nuestras decisiones alimentarias, exponiendo los mecanismos de control y dominación que rigen la producción y el consumo de alimentos. A través de su análisis, se indaga en el papel del arte como un dispositivo crítico que no solo revela la intersección entre mercado, biopolítica y deseo, sino que también confronta las lógicas de explotación que sustentan la alimentación en el capitalismo tardío, evidenciando sus implicaciones éticas en la vida humana y no humana.
El estudio del arte, además, ofrece herramientas críticas para desmantelar los discursos de legitimación que sostienen el sistema de producción industrial. Al visibilizar el sufrimiento oculto, la explotación silenciada y los efectos devastadores de nuestras prácticas alimentarias, el arte nos confronta con las preguntas incómodas que la cultura de consumo busca evitar: ¿qué significa realmente alimentar nuestros cuerpos en un mundo que devora vidas para sostener su ritmo? ¿Cómo podemos recuperar una autonomía que vaya más allá de la apariencia de elecciones libres en un mercado controlado?, y finalmente, ¿cómo podemos reconciliar la necesidad de alimentarnos con una ética que reconozca y respete el valor intrínseco de la vida, tanto humana como no humana, en un sistema diseñado para la explotación?
Del metabolismo a la mierda: el ciclo del consumo y sus excreciones socio-culturales
En el corazón de las prácticas alimentarias, se entrelazan discursos que van más allá de la mera nutrición; se activan relaciones de poder, modos de producción y mecanismos de control que configuran nuestra experiencia cotidiana, así como infraestructuras simbólicas que determinan no solo qué comemos, también cómo lo hacemos y bajo qué lógicas operamos al hacerlo.
Comer no es un acto inocente ni neutral, está inmerso en un entramado global que convierte a los alimentos en instrumentos de dominación, en símbolos de status y en productos de una maquinaria industrial vinculadas a las dinámicas del capitalismo tardío, en el que la producción masiva y la estandarización de los alimentos despojan al acto de comer de su dimensión cultural y ética, subordinándolo a los imperativos del mercado. De este modo, las prácticas alimentarias se convierten en una extensión de los sistemas de poder que rigen nuestras vidas, reproduciendo jerarquías y consolidando formas de explotación que pasan desapercibidas en el día a día.
En razón de lo anteriormente planteado, este texto pretende ser un vehículo de investigación sociológica a través de la investigación basada en artes (IBA), entendida no solo como un método de producción de conocimiento que integra la práctica artística en el proceso investigativo, sino también como un enfoque que permite tensionar las formas tradicionales de análisis y reflexión sobre la producción artística (razón por la cual, desde una perspectiva más ortodoxa, el texto parecería ser más cercano al ensayo creativo que al rigor académico de los artículos de investigación). En efecto, podrá argumentarse que, a primera vista, el texto pudiera contar con escasa fundamentación, sin embargo, aquí abro la siguiente pregunta: ¿no es, efectivamente el arte, un objeto de conocimiento que permite situarnos dentro de umbral investigativo más allá de la tradición académica? No se confunden los estudios visuales cuando de los iconos y las imágenes rescatan valiosa información para integrarla desde un análisis complejo, que precisamente, encuentra su piedra angular en las obras de arte.
En este sentido, la IBA se articula además con una metodología propia de la crítica de arte[1], que aquí se asume como un dispositivo hermenéutico capaz de revolver literatura con conocimiento situado. Esto significa que las obras de arte son vistas no solo como productos individuales, sino como manifestaciones que dialogan con su entorno, incorporando experiencias específicas y realidades socio-culturales de sus contextos. Así, la crítica se convierte en una herramienta que facilita la comprensión de las dinámicas interpersonales y los discursos que circunscriben cualquier expresión artística, abriendo un enfoque crítico que examina la sociología de la alimentación mediante herramientas performativas, visuales y simbólicas, capaces de abordar las complejas relaciones entre el poder capitalista, los imperios alimentarios, la imposición cultural del consumo y la explotación de recursos.
Para ello, el análisis se apoya en herramientas metodológicas de la crítica cultural y del análisis visual y discursivo, abordando las obras desde sus elementos formales, conceptuales y contextuales. Se examinan las estrategias empleadas por los artistas para intervenir en la noción de alimentación como un campo de disputa simbólica, así como su capacidad de interpelar las estructuras de consumo en el capitalismo tardío.
En cuanto a la selección de las cuatro obras analizadas, estas fueron elegidas por su inscripción en el sistema-mundo del arte, lo que significa que su circulación y recepción están mediadas por espacios institucionales como museos, galerías y circuitos de arte contemporáneo, donde la crítica y el mercado coexisten en una tensión productiva. La relevancia de estas obras radica en su capacidad para evidenciar las relaciones entre alimentación, poder y subjetividad dentro del marco de la globalización neoliberal. Además, cada una pertenece a una disciplina artística distinta (instalación, performance, videoarte y escultura), lo que permite una aproximación transversal a la problemática, mostrando cómo distintos lenguajes artísticos abordan críticamente el consumo, cada uno en su complejidad técnica, discursiva, matérica y cultural, otra vez, hablamos de objetos de conocimiento que no se reducen a la academia, y que por el contrario, expanden el horizonte hermenéutico de estudio, explicación y comprensión al incardinarse en muy distintos y diversos públicos.
Para ello, se rastrean piezas de distintos artistas de América Latina, con la intención de generar un diálogo multilateral entre ellas, a saber, Andrea Ferrero con sus esculturas de chocolate, César Martínez con sus teatralidades gastronómicas de consumo, pasando por un posterior análisis en relación con el sobrepeso en la obra de Yoshua Okón, así como un análisis de la obra de William Feeney. La propuesta radica en un entrelazamiento de prácticas que evidencian las posibilidades de la escultura, la performance, la fotografía y la curaduría como vehículos de reflexión.
En este panorama, los trabajos de Ferrero, Okón, Martínez y Feeney convergen bajo una reflexión común: la tensión entre el consumo alimentario y las artes, permitiendo a su vez reflexión sobre la potencia disruptiva de las prácticas artísticas dentro de un entramado de consumo cultural que desborda los límites de lo estético para incidir en lo político y lo social. Su elección responde a su inscripción en el sistema-mundo del arte, lo que les permite sostener una discursividad que se potencia en su relación con públicos específicos de museos y galerías. Esta particularidad resulta relevante, ya que pone en juego las paradojas del consumo cultural y sus límites: si bien estas prácticas artísticas buscan cuestionar dinámicas de poder en torno a la alimentación, también operan dentro de circuitos institucionales que filtran y resignifican su alcance político y social
1) Cadena alimenticia: Bourdieu y la imposición simbólica del comer
En un texto que se antoja apetitoso, se desmenuza la compleja cadena alimenticia, donde depredador y presa ya no fungen roles de la naturaleza, ahora más bien, participan de un sistema económico global que se alimenta de nuestras ansias y carencias. Sospecho que el acto de consumir va mucho más allá de un simple gesto fisiológico; hay una trama oculta en la manera en que se nos presenta la comida, convertida, o mejor aún, pervertida en una suerte medio para controlar deseos, conductas y decisiones.
No creo en la inocencia de lo que comemos: cada bocado está impregnado de una narrativa de poder, donde las grandes y monolíticas corporaciones, como depredadores invisibles, condicionan lo que se consume, cómo se consume, y a qué precio. La verdadera cuestión radica no tanto qué comemos, sino quién orquesta este ciclo y, aún más, quién termina pagando el precio. Porque en última instancia, el costo no siempre es inmediato ni evidente; a veces se paga con la salud, con la desigualdad o con la propia autonomía.
Los imperios alimentarios[2] —redes de corporaciones transnacionales que monopolizan la producción, distribución y comercialización de alimentos— generan una suerte de colonialismo económico. Estas estructuras no solo controlan el acceso a los alimentos a escala global, sino que también imponen dinámicas de consumo que refuerzan relaciones de dependencia entre países y sectores sociales. Estos conglomerados ejercen un control hegemónico sobre las dietas de cientos de miles de ciudadanos del mundo multipolar, subordinando las economías locales a los intereses del capital transnacional. Y aquí surge una paradoja que resulta inabarcable en su complejidad y crueldad: mientras millones de toneladas de comida son desechadas en las grandes urbes del mundo, cientos de miles de personas mueren de hambre. Es un círculo vicioso donde el exceso y la escasez no coexisten y se alimentan mutuamente. Las corporaciones, dueñas de la cadena de distribución, alimentan los mercados globales a través de una lógica de desperdicio y obsolescencia programada, mientras las regiones más vulnerables, que podrían producir alimentos de manera sostenible, son arrasadas por políticas económicas que les niegan acceso a sus propios recursos.
Con todo lo anterior surge a la vista el análisis de Patel (2012) sobre la compleja dinámica del hambre y el control alimentario. El hambre se convierte en una divisa distorsionada, una moneda de cambio que circula en los márgenes del sistema global. El mercado alimentario se erige como un espacio donde la supervivencia misma es subastada, y donde el hambre es, por un lado, consecuencia de la pobreza, y por el otro, una vil estrategia de dominación. Como señala Patel, "el hambre es un síntoma de falta de control sobre el contexto socioeconómico donde alguien intenta alimentarse" (Patel, 2012), poniendo en evidencia que el acceso a los alimentos está condicionado por el poder de las corporaciones y las estructuras del sistema económico, más que por una escasez de recursos
Las grandes corporaciones alimentarias, con su poder económico y político, han transformado la necesidad en una mercancía, cuyo valor no se mide en términos de bienestar, y en todo caso radica en la capacidad de explotar la desesperación. Fin del sabor-saber. El hambre, entonces, no es solo la ausencia de sustancia, sino la presencia de un sistema económico que utiliza la escasez como herramienta para mantener el control, donde cada bocado que falta en la mesa de los más pobres es una deuda acumulada por la que todos, indirectamente, pagamos.
Lo que comemos, entonces, deja de ser una cuestión privada o individual para convertirse en un campo de batalla ideológico y político, donde las grandes corporaciones dictan el menú y las reglas de nuestra existencia. La alimentación también está sujeta a lo que Pierre Bourdieu (1984) en La distinción: Criterio y bases sociales del gusto llamaría imposición simbólica. Los gustos y las elecciones alimentarias están configurados por una estructura social de dominación que actúa en nivele profundos a través de la estandarizarización lo que se considera “bueno” o “deseable” para consumir, relegando a un segundo plano otras formas de alimentación que no se alinean con los intereses del mercado global. Por ejemplo: los objetos de consumo alimenticio, como las marcas y productos específicos, no se imponen únicamente a través de su disponibilidad en los estantes, ahora con las nuevas estrategias de marketing de última generación, no hay manera de que estos pasen desapercibidos frente al ojo humano mediante poderosos mecanismos publicitarios y de mercado que logran crear una ilusión de elección libre.
En este punto del texto, me interesa traer a colación la obra de Andrea Ferrero nacida en Perú en 1991. De ella deseo hablar particularmente sobre sus esculturas en chocolate, que pueden interpretarse como un comentario sobre el lujo y la construcción simbólica del gusto, conceptos que el sociólogo Pierre Bourdieu (1984) analizó a través de los hábitos culturales durante buena parte de su producción de conocimiento filosófico y social. Ferrero utiliza el chocolate —un material efímero y normalmente asociado con el consumo rápido y accesible— para crear esculturas que emulan las características de una obra de arte duradera, elevando el material a un plano estético que trasciende su función original como alimento.
Imagen 1. Architectural Digest, 2023, Andrea Ferrero, esculturas de chocolate
Según Bourdieu (1984), las prácticas de consumo son actos de distinción, donde el gusto impuesto por las clases dominantes se convierte en una norma que legitima ciertas formas de consumo sobre otras, clasificándolas en una jerarquía de prestigio (p.126). Al trabajar el chocolate con una precisión escultórica y exponerlo en espacios artísticos, Ferrero transforma este material en un objeto de lujo, un símbolo de refinamiento. Aquí, El acto de consumir no puede reducirse a una mera necesidad fisiológica, sino que se inscribe en un entramado de significados, relaciones de poder y construcciones simbólicas. Como cualquier práctica humana, la alimentación es modulada por la cultura y la historia, donde incluso lo que percibimos como 'natural' o 'biológico' es ya una traducción dentro de sistemas de valores, distinciones y jerarquías. En este sentido, más que un proceso aislado, el consumo alimentario se configura como un campo de disputa en el que operan clasificaciones sociales. La paradoja reside en que Ferrero emplea un material que se puede “destruir” (o consumir) al tocarlo, acentuando la contradicción entre lo perecedero y el valor simbólico de permanencia que la alta cultura suele buscar.
Desde esta perspectiva, la obra de Ferrero puede entenderse como una crítica a la imposición simbólica: al trasladar el chocolate al ámbito de las artes visuales, desafía las categorías tradicionales de lo valioso y lo banal. Ferrero coloca en tensión la materialidad del chocolate —fácil de derretir y desaparecer— con la rigidez de las normas culturales que Bourdieu describe, sugiriendo que incluso el lujo y el arte pueden ser frágiles, vulnerables al tiempo y a los caprichos del gusto.
Ferrero parece jugar con la fragilidad simbólica que Bourdieu asocia a los bienes de lujo, como elementos que sólo tienen valor mientras se mantengan dentro de ciertos contextos y códigos de consumo. En sus esculturas, el chocolate deja de ser un simple comestible y se convierte en un objeto de culto visual, invitando al espectador a un acto de contemplación que difiere del consumo directo y pragmático de un producto alimenticio. Este desplazamiento del chocolate de la cocina a la galería de arte resalta la manera en que las fronteras de lo “noble” y lo “vulgar” son culturalmente construidas, y cómo el valor de un objeto depende en gran medida del contexto en el que se le sitúe.
Esta dialéctica evoca las ideas de Bourdieu sobre la distancia estética, en la que el valor de una obra se construye, en parte, a partir de su inaccesibilidad directa para el consumo común. Ferrero, entonces, parece cuestionar la idea misma de la exclusividad, al hacer que el lujo se vea (y casi se sienta) accesible, aunque al final el espectador sabe que no puede devorar la obra sin destruirla.
Finalmente, si consideramos la obra de Ferrero como una alegoría de la relación entre lo efímero y el estatus, podría interpretarse asimismo como un comentario sobre el capitalismo y la fugacidad de las modas en el consumo cultural. El chocolate, susceptible al calor y a la manipulación, se convierte en una metáfora de cómo el valor simbólico de los bienes de lujo puede ser igualmente transitorio y depende de fuerzas externas para mantenerse. La vulnerabilidad del material se convierte en un recordatorio de que el arte mismo, como producto del mercado de lujo, puede perder su relevancia o atractivo tan rápidamente como cambia el gusto de las élites. En este sentido, Ferrero invita al espectador a reflexionar sobre la fragilidad del estatus y sobre cómo las distinciones de clase y gusto, aunque pretendan ser estables, son tan frágiles y perecederas como el propio chocolate que emplea en sus obras.
Por otro lado, resulta por demás interesante centrarnos a discutir brevemente sobre el aumento en los precios del cacao, con un aumento del 136% entre julio de 2022 y febrero de 2024[3], añade una capa compleja al trabajo de Andrea Ferrero. Este incremento hace que el chocolate se vuelva no solo un símbolo de lujo por su transformación artística, sino todavía por su creciente inaccesibilidad económica. Como señala el artículo referenciado, el alza de precios responde en gran medida a la crisis climática y a la explotación de recursos, factores que impactan directamente en la producción de cacao, especialmente en regiones como Costa de Marfil y Ghana, que producen aproximadamente el 60% del suministro mundial. La obra de Ferrero, al emplear chocolate en su materialidad artística, se vuelve así un símbolo de escasez; un bien que, como en la lógica de Bourdieu, gana valor por su dificultad de acceso, reforzando la distinción entre quienes pueden permitirse consumir o disfrutar este “lujo” y quienes no.
Además, en virtud de lo señalado por SPP Global, la posible extinción del cacao debido a la deforestación y al cambio climático agrega un tono de urgencia a las esculturas de Ferrero. Estos factores amenazan directamente a las plantaciones en Costa de Marfil, donde el cacao enfrenta presiones ecológicas severas y podría convertirse en un bien aún más restringido. En este contexto, la obra de Ferrero podría verse como una especie de “memento mori” contemporáneo: una recordación de la desaparición inminente de un recurso natural debido al consumo humano desmedido y a las desigualdades globales. Sus esculturas en chocolate se elevan así a un comentario crítico sobre la explotación de recursos y la fragilidad ambiental, en un mundo donde el consumo de lujo contribuye, paradójicamente, a la destrucción de lo mismo que desea conservar.
2) Ofensiva capitalista y fast food
Para continuar con el desarrollo crítico desde la investigación basada en artes, me gustaría hablar de el performance Tratado de Libre Comerse de César Martínez, un artista nacido en D.F, México en 1962, cuya intención radica en una crítica irónica y mordaz que examina los efectos del libre comercio sobre la soberanía y la identidad cultural, particularmente en México. En este acto, Martínez alude al acuerdo comercial TLACAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) mediante una interacción directa con el público, a quienes ofrece obras de arte ‘gastroeconómicas’ simbolizando el impacto de las políticas económicas que, a su juicio, han dejado a México en una posición de sumisión frente a los intereses de potencias económicas como Estados Unidos y Canadá. La acción de comer en público, un acto aparentemente sencillo y cotidiano, adquiere un carácter simbólico que señala cómo las prácticas de consumo en el país han sido moldeadas por decisiones externas que omiten consideraciones cruciales sobre derechos humanos, ecología, y cultura
La pieza se desarrolla en un contexto de crítica hacia el neoliberalismo, señalando cómo el libre comercio impone prácticas económicas que afectan los recursos locales y las costumbres alimenticias. Martínez utiliza el acto de "comerse" el tratado como una metáfora para hablar de las tensiones económicas y culturales que resultan de estas políticas. Aquí, la digestión es representada mediante una teatralidad que intenta reflejar el impacto en la identidad cultural. Al invitar a los asistentes a participar en esta acción, Martínez logra una experiencia de performance que va más allá del simple espectador, transformando al público en cómplice y crítico de las dinámicas de poder global.
Conjuntamente, la pieza resalta el conflicto entre lo local y lo global, una tensión constante en la era del neoliberalismo, cuestión no menor en el tema que aquí nos compete. Martínez critica el modelo económico que favorece a las grandes potencias, relegando a México a un rol de dependencia y vulnerabilidad, similar a la servidumbre que se replica en otras áreas, como la industria alimentaria. Al analizar el performance desde esta perspectiva, Tratado de Libre Comerse se convierte en una denuncia visual de cómo el neoliberalismo consume y transforma las culturas, donde México, paradójicamente, se ve obligado a "comerse" las imposiciones y consecuencias de tratados comerciales que condicionan su desarrollo.
Otra acción en la que me interesa centrarme es la performance XIPE TOTEC PUNK de César Martínez, con su título evocador, invita a la audiencia a una especie de ritual moderno de “antropofagia gourmet”, donde el cuerpo del artista se convierte en un objeto comestible y simbólico de consumo colectivo. Inspirado en la deidad mexica Xipe Totec, quien se desollaba para ofrecer su piel como alimento, Martínez lleva este mito al contexto contemporáneo, utilizando carne cruda, específicamente jamón serrano, como una piel artificial. En el acto, el público participa en una suerte de “banquete sacrificial,” donde despojan al artista de su “piel” comestible en un ambiente que combina referencias al punk y a la iconoclasia del arte de performance.
Imagen 2. XIPE TOTEC PUNK 2021, César Martínez, performance
En la actualidad, las dietas y los alimentos gourmet han tomado un papel distintivo en las clases sociales, diferenciando a quienes pueden acceder a productos únicos y costosos de quienes están limitados a una oferta alimenticia común. Al convertirse en un producto de lujo, el cuerpo de Martínez simboliza cómo la sociedad contemporánea ha integrado prácticas de consumo que bordean lo sagrado y lo grotesco, reforzando las desigualdades y la alienación. La audiencia, transformada en participantes activos de este “banquete,” reproduce la lógica de la sociedad de consumo, en la que incluso lo humano y lo espiritual pueden ser devorados y apropiados en nombre del lujo y la exclusividad.
La referencia a una “orgía-punk” no es fortuita; Martínez convierte el performance en una experiencia de transgresión donde se desdibujan los límites entre lo comestible y lo humano, lo ritual y lo consumible. Al apelar a un ambiente punk, caracterizado por su rechazo a las normas y su apropiación del cuerpo como espacio de resistencia, el performance se convierte en un espacio híbrido de crítica y complicidad. Martínez crea una tensión entre el placer y el horror del acto, recordándonos que el consumo además de material, es simbólico y cultural. Este "consumo de carne humana" evoca los rituales antiguos, pero bajo la lógica del mercado contemporáneo, en la que el lujo y el consumo exótico siguen alimentando una maquinaria que engulle tanto cuerpos como culturas.
En una nueva dirección, pasaremos a la última parte de nuestra genealogía de obras de arte relacionadas con consumo alimenticio. Aquí abordaré Freedom Fries: Naturaleza muerta del artista Yoshua Okón, artista nacido en Ciudad de México en 1970, quien nos plantea una reflexión visual que va más allá de la imagen en sí, y nos dirige a una crítica profunda sobre la homogenización cultural y la decadencia en el sistema alimenticio global. En esta pieza, la mujer en el centro de la composición es una representación vívida de los efectos del consumismo desenfrenado en el cuerpo humano y también en la identidad cultural y en los valores comunitarios.
Okón despliega aquí una “naturaleza muerta” moderna donde la comida rápida y los cuerpos moldeados por ella se convierten en símbolos de una alienación colectiva. En lugar de representar frutas y vegetales frescos, típicos de las naturalezas muertas clásicas, se nos presenta el cuerpo humano, enmarcado por la marca global, como una consecuencia de la industrialización alimenticia que reduce la comida a un producto sin vida ni valor nutricional.
En esta pieza, Okón señala cómo el espacio de una franquicia de comida rápida se convierte en un microcosmos de control y manipulación. Aquí, el acto de consumir ya no es un ritual cultural ni una experiencia sensorial, es en todo caso, una transacción mecánica y anónima que transforma a los comensales en autómatas. Las estructuras de poder se entrelazan con las estructuras físicas de estos establecimientos, donde el diseño y la disposición de cada elemento están estratégicamente pensados para maximizar el consumo. La imagen del empleado limpiando un vidrio publicitario al fondo refuerza la idea de limpieza y pulcritud en los márgenes, mientras que la figura central es un recordatorio de los residuos humanos y sociales que deja este modelo de negocio.
Imagen 3. Freedom Fries: Naturaleza muerta, 2014, Yoshua Okón, fotografía
En esta yuxtaposición, Freedom Fries: Naturaleza muerta asimismo puede leerse como una denuncia hacia los imperios alimenticios. La globalización ha creado una especie de colonización cultural en la que las grandes cadenas corporativas, como McDonald’s, estandarizan los hábitos alimenticios y redefinen lo que significa “comer” en todo el mundo. Esta imposición de una dieta uniforme, centrada en alimentos de bajo costo y valor nutritivo cuestionable, aparte de afectar la salud de las personas, también pone en tela de juicio el acceso a la diversidad culinaria y al derecho a una alimentación de calidad. El cuadro de Okón invita a reflexionar sobre cómo el sistema capitalista ha mercantilizado hasta los aspectos más básicos de la vida, convirtiendo el acto de alimentarse en un proceso alienante que va en detrimento de la salud y del bienestar colectivo.
En esta obra, el alimento, reducido a su mínima expresión nutritiva y presentado como un objeto desechable, simboliza, como si fuera poco, la pérdida del vínculo entre el ser humano y la naturaleza. Al consumir estos productos ultraprocesados, el ser humano queda atrapado en un ciclo de “engullimiento” que lo separa de su entorno natural y lo subordina a las dinámicas del mercado. La comida, en este contexto, se convierte en un “juguete,” una simulación de alimento que, al no saciar verdaderamente ni nutrir, subraya el vacío y la banalidad del acto de consumir por consumir.
La naturaleza artificial de esta “comida rápida” refleja un ciclo de producción y consumo diseñado, más que para nutrir, para alimentar el apetito insaciable del capital. La imagen de la mujer, inmóvil y convertida en una figura grotesca de una naturaleza muerta, expresa la ironía de un sistema que nos engulle a nosotros mismos. Nos muestra un mundo en el que el alimento pierde su don mágico. Ronald McDonald, orgulloso, grita mientras retaca sus bolsillos de dinero: I’m Lovin It!
En el cenit de este recorrido artístico, aparece la pieza Big Snooz de William Feeney, artista de la ciudad de Massachusetts. Llama la atención su forma, configurada como un ataúd que, de la misma manera, funciona como hielera, en una aguda metáfora de la indulgencia moderna, donde el festín y la celebración conviven de manera inquietante con la fugacidad de la vida. Al convertir el ataúd en contenedor de bebidas, Feeney propone una reinterpretación del consumo como un ritual hedonista que diluye los límites entre el placer y la mortalidad. La pieza sugiere una fiesta interminable, una especie de carnaval perpetuo donde el consumo de alcohol y alimentos evoca tanto la vitalidad como su eventual disolución. En este objeto, lo efímero de la vida y el placer se entrelazan en una resonancia inquietante que invita a reflexionar sobre la naturaleza de nuestras celebraciones y deseos.
Es bien sabido: en nuestra cultura, el alcohol es un símbolo omnipresente de socialización, un emblema que representa la pausa hedonista, los momentos de escape y los hitos personales, más allá del trasfondo mitológico-dionisiaco del que tantas veces se ha hablado en la filosofía moderna. Así pues, la hielera actúa como un acceso directo a estos estados de evasión, un contenedor de esa experiencia compartida que mantiene el placer en su punto exacto, siempre al alcance. Sin embargo, esta disponibilidad inmediata del placer revela también su fugacidad; el hielo se derrite, las bebidas se agotan, y lo que inicialmente parece una oferta inagotable se convierte en un recordatorio de la naturaleza transitoria de estos rituales de consumo. Feeney parece así cuestionar la profundidad del placer extraído de esta repetición: ¿qué permanece cuando la celebración es, en sí misma, algo desechable?
Imagen 4. Big Snooz, 2014, William Feeney, plástico, espuma, masilla para carrocerías, revestimiento personalizado para cajas de camiones, bisagras, refrigerador Igloo
La relación simbiótica entre comida y bebida que sugiere Feeney va más allá de la simple coexistencia en la experiencia festiva; se convierte en una intersección entre el deseo de conexión y una evasión profunda. En el contexto del binge drinking, por ejemplo, el consumo de alcohol desplaza al acto de comer a un rol casi accesorio, relegando la alimentación a una especie de pausa en el ritual del exceso. Esta dinámica hace visible cómo tanto el alimento como el alcohol son catalizadores de la evasión y cómo se asocian al impulso de silenciar las ansiedades, de “congelar” momentáneamente las preocupaciones cotidianas bajo capas de satisfacción efímera. Así, el ataúd-hielera conserva, literalmente, el acceso a esa breve y frágil desconexión.
El alcoholismo puede verse como la expresión última y más brutal de la narrativa de consumo en la que el “homo alimentus” —un ser devorado por su propio apetito— habita. El alcohol, como cúspide de esta tendencia, trasciende su rol de simple sustancia y se convierte en una fuerza simbólica que concentra las paradojas de nuestro tiempo: la búsqueda incesante de placer y la inclinación hacia la autodestrucción, la afirmación y la negación de la vida en un solo trago.
La figura del “homo alimentus” contemporáneo, entonces, por añadidura, consume para anestesiarse ante una existencia que él mismo percibe como vacía o desprovista de significado. El alcohol se transforma en el catalizador de este impulso, en una sustancia que, al ser consumida en exceso, erosiona la salud física desdibujando los límites de la identidad, dando lugar a una desintegración lenta y voluntaria. Esta relación contradictoria, donde el ser humano persigue con avidez aquello que le degrada, se convierte en una suerte de ritual que, paradójicamente, refleja tanto la autosuficiencia como el deseo de disolverse en un vacío sensorial, una vuelta simbólica a la nada.
El alcoholismo, en este contexto, puede considerarse como la narrativa máxima del consumo enajenado, donde el “homo alimentus” se entrega al ciclo de alimentación y bebida hasta perder el control, transformándose en un reflejo de la estructura de la sociedad de consumo. Cada sorbo se convierte en una respuesta a un apetito insaciable, en un intento de satisfacer una ausencia indefinible que solo se magnifica en el proceso.
De este modo, Big Snooz cuestiona la superficialidad de las conexiones que se generan en este contexto de consumo desmedido. La pieza sugiere que la socialización, muchas veces mediada por la comida y la bebida, puede resultar tan vacía como los productos que se consumen. La hielera-ataúd nos interpela, entonces, a cuestionar si estas conexiones, basadas en la búsqueda de un placer instantáneo, son realmente significativas o si el hedonismo contemporáneo erosiona la capacidad de establecer vínculos auténticos y profundos, tanto con otros como con nosotros mismos.
Finalmente, Feeney emplea este ataúd-hielera para confrontarnos con nuestra propia finitud en el contexto de una cultura obsesionada con el consumo. Al introducir elementos de placer en un contenedor de muerte, nos lleva a reconocer que cada acto de consumo implica un costo material y existencial, ontológico en buena medida. Así, el placer que promete el hedonismo puede llevar también a una forma de desconexión con lo esencial de la existencia, o la existencia esencial. En este sentido, Feeney plantea una crítica a la noción de que el consumo es un fin en sí mismo, recordándonos que esta búsqueda desenfrenada por el placer momentáneo puede hacer que olvidemos lo más ineludible: que la vida misma, como cualquier hielera, está destinada a agotarse.
Consideraciones finales
En este ciclo de consumo y explotación, el arte y la comida se entrelazan para ofrecernos experiencias que, mientras nos alimentan, nos hacen olvidar que estamos siendo devorados. Los sistemas de producción y distribución nos presentan una “sustracción de ganado” moderna, donde nuestros cuerpos son los nuevos recursos a extraer, y nuestro deseo de nutrirnos se convierte en una transacción calculada. La economía de las grandes cadenas de comida rápida, o fast food, está marcada por un proceso de “uberización” que deja a los consumidores y trabajadores atrapados en las redes de una ofensiva capitalista que, bajo una imagen de conveniencia y accesibilidad, explota y mercantiliza a cada individuo que se encuentra dentro de la gran cadena alimenticia de consumo, presas y depredadores en caldo de cultivo.
A modo de aclaración: El análisis de las cuatro obras de arte aquí presentadas no tiene como objetivo ofrecer respuestas definitivas sobre la relación entre alimentación, consumo y explotación en el contexto globalizado, sino abrir una serie de interrogantes que reflejan la contingencia inherente al arte contemporáneo. El arte, en su capacidad crítica, no ofrece respuestas lineales ni soluciones fáciles; su función radica, precisamente, en problematizar, cuestionar y generar tensiones discursivas, siendo este su valor más profundo y urgente en un contexto social y político marcado por la complejidad y la ambigüedad.
Sistematizar o concluir de manera más contundente este análisis parte de una concepción que reduce el arte a un mero vehículo de resolución o validación de un discurso político o ético. Sin embargo, el arte no se limita a ofrecer respuestas claras ni un análisis directo sobre los problemas que aborda; su fuerza radica en su capacidad de generar preguntas y desafiar las certezas establecidas. Las obras analizadas aquí, al igual que muchas otras dentro del ámbito del arte contemporáneo, no pretenden ofrecer una "solución" a las dinámicas de explotación o subordinación inherentes al modelo económico global, sino mostrar cómo estos temas pueden ser representados, cuestionados y recontextualizados a través de diversas formas artísticas.
Al contrario de lo que se espera de un análisis "concluyente", el arte devela las limitaciones de la lógica racional y analítica, evidenciando que las dinámicas de poder que afectan al consumo y la explotación no pueden ser comprendidas completamente a través de discursos cerrados y conclusivos. En este sentido, la investigación artística se presenta como un proceso contingente, donde las respuestas nunca son definitivas ni absolutas, sino que están sujetas a reinterpretaciones y reconfiguraciones constantes.
Al comparar este enfoque con otros trabajos académicos que abordan el mismo tema, se puede observar que la aproximación aquí adoptada se aleja de la tendencia a ofrecer soluciones, y se enfoca en una reflexión que se mantiene en el plano de la apertura crítica. Si bien otras investigaciones pueden dar cuenta de las relaciones entre arte y política de manera más sistemática o incluso finalista, este trabajo propone una mirada que se encuentra en constante involución, un análisis que se retroalimenta, crece y decrece constantemente en un vaivén de diversos pulsos. En este sentido, se puede argumentar que el valor de la investigación artística no reside en ofrecer conclusiones definitivas, sino en su capacidad de mantener el cuestionamiento constante y, por ende, su relevancia en un mundo que, por su misma naturaleza, es incierto y mutable.
Por lo tanto, el arte, como medio de conocimiento, debe ser reconocido por su capacidad de ser indeterminado y no resolutivo, ya que esta es precisamente su fuerza en tiempos de incertidumbre y de crisis sistémica. Este artículo no pretende encontrar respuestas definitivas, sino iluminar áreas grises y crear nuevas preguntas que inviten a la reflexión, la acción y, sobre todo, al replanteamiento de lo que entendemos por autonomía, ética y consumo en el contexto global.
Dicho sea de paso, en este panorama global de “menús impuestos,” la capacidad de decisión de los consumidores se encuentra cada vez más limitada. Nos enfrentamos a una disputa que va ahora más allá de lo gastronómico, aún más, se trata de una disputa ético-filosófica: ¿elegiremos la carne de laboratorio, con su promesa de sostenibilidad y reducción de sufrimiento animal, o seguiremos consumiendo carne efectivamente carnívora, con sus implicaciones de impacto ambiental y explotación animal? Esta pugna, que parece ser meramente técnica, en realidad oculta una compleja batalla de valores, en la que la comida representa una fuente y entramado de múltiples valores socioculturales. La comida, el “alimento del alma” ahora esta en un extraño estado de perversión plastificada más allá de la necesidad constitutiva del buen comer.
De esta manera, la imposición de estos productos y modos de consumo refleja una estructura de poder que transforma a los consumidores en objetos, en ganado de un sistema que utiliza su salud y su placer como herramientas para generar capital. Es un proceso de sustracción de agencia que deja a cada individuo frente a la ilusión de elección, pero sometido a una maquinaria de control corporativista.
Al final, como en las huelgas de hambre, el acto de comer —o de abstenerse— cobra un significado más allá de lo físico. No es solo la necesidad de nutrición lo que se pone en juego, estamos frente a una declaración de autonomía y resistencia frente a sistemas opresivos. La decisión de rechazar ciertos alimentos o de imponer una restricción personal representa un acto de afirmación de poder individual y colectivo. En las huelgas de hambre, por ejemplo, la renuncia al alimento se convierte en una herramienta de protesta que visibiliza la opresión y denuncia la falta de libertad o las injusticias en las que se encuentran los individuos.
Caso contrario a la extrema hambruna, el exceso de alimentos en las sociedades de consumo nos presenta un problema opuesto, aunque igualmente deshumanizante. En lugar de carecer de opciones, nos encontramos con una abundancia de productos, muchos de ellos diseñados no para nutrirnos, y más bien para satisfacer impulsos de manera superficial y momentánea. En este entorno de hiperabundancia, el acto de comer pierde su significado y se convierte en un proceso mecánico, donde la comida ultraprocesada y de bajo costo se presenta como la opción más accesible, mientras que los alimentos frescos y de calidad se vuelven un privilegio.
Hay que decirlo, la sobreoferta de alimentos procesados genera una especie de "hambruna oculta," en la que el acceso a productos abundantes no garantiza una nutrición adecuada. La dependencia de estos alimentos, ricos en calorías, pero bajos en nutrientes, produce una malnutrición que a menudo se oculta tras problemas de salud como la obesidad y enfermedades crónicas. Esta "hambruna moderna" refleja una paradoja: aunque nunca hemos tenido tanta disponibilidad de comida, muchas personas siguen privadas de una alimentación saludable. Es una manifestación del mismo sistema que impone "menús" estandarizados, privando al individuo de la autonomía para elegir de manera informada y libre.
Además, el hambre real sigue siendo una crisis latente en muchas regiones del mundo, y es una manifestación brutal de desigualdad y abandono. Mientras ciertos sectores de la población tienen acceso a una sobreabundancia de alimentos, otros enfrentan una escasez absoluta, incluso de las necesidades más básicas. En muchas zonas afectadas por conflictos, desastres naturales y crisis económicas, la falta de acceso a alimentos no es una cuestión de elección, es, efectiva y fácticamente, una realidad cotidiana que amenaza la supervivencia de cientos de miles de personas.
Las crisis humanitarias derivadas de conflictos armados, desplazamientos forzados y colapsos económicos han exacerbado la inseguridad alimentaria en territorios vulnerables, donde la infraestructura para el suministro de alimentos ha sido destruida o donde los sistemas de producción local han quedado paralizados. En países afectados por la guerra, como Yemen o Siria, y en territorios azotados por el cambio climático, como ciertas regiones del Sahel en África, el acceso a los alimentos básicos es precario y limitado. En estos lugares, la hambruna es más que la falta de comida: es una forma de opresión, una realidad impuesta por factores externos, como el acaparamiento de recursos y el control político de los alimentos.
Cierto es también que, en este complejo nudo de síntomas del malestar contemporáneo, el poder global influye directamente en la escasez en estos territorios. Las naciones y corporaciones con mayores recursos controlan gran parte de la cadena de suministro global, lo que a menudo deja a los países en desarrollo dependientes de importaciones costosas o les obliga a dedicar sus tierras a cultivos de exportación en lugar de asegurar la autosuficiencia alimentaria. Esta dependencia aumenta la vulnerabilidad de las poblaciones locales ante cualquier perturbación del mercado global o ante políticas de austeridad impuestas por entidades financieras internacionales.
Cerremos con una verdad ineludible: el sistema de consumo alimenticio global no está diseñado para alimentar a las personas, sino para explotarlas. En un mundo donde la tecnología y los recursos existen para erradicar el hambre, la persistencia de la desnutrición, la hambruna y la dependencia de alimentos ultraprocesados revela una falla sistémica deliberada. La industria alimentaria, en su afán de maximizar ganancias, ha convertido la comida en una herramienta de control y manipulación, poniendo los intereses corporativos por encima de la salud y el bienestar de la humanidad.
Este sistema no es simplemente una cadena de producción, sino un aparato de dominación que fuerza a las personas a consumir productos insalubres y dependientes de procesos industriales. La oferta es artificial y forzada: se crean “necesidades” y se normaliza el consumo de productos dañinos a través de campañas de marketing agresivas y una disponibilidad ininterrumpida en los espacios urbanos y rurales. Al priorizar alimentos que carecen de nutrientes y sobrevalorar productos ultraprocesados, la industria relega la salud de la población a un segundo plano y fomenta una cultura donde la comida real es cada vez más un lujo, y no una necesidad accesible para todos.
Mientras se permite que unos pocos acumulen riqueza mediante la producción masiva y la despersonalización de lo que consumimos, otros tantos sufren los efectos de una dieta carente de nutrientes reales. Este sistema explota el hambre y, a la vez, promueve la adicción a productos que lejos están de nutrir. La paradoja es que el mismo aparato que produce abundancia es también el que impide el acceso a una alimentación digna y saludable, estableciendo barreras económicas, geográficas y culturales. La “elección” de los consumidores, en este sentido, es ilusoria, ya que lo que se presenta como diversidad de opciones es, en realidad, una uniformidad disfrazada que responde a los mismos intereses corporativos. En tanto permitamos que las decisiones sobre nuestra comida se tomen en juntas corporativas y no en función del bien común, seguiremos siendo parte de un sistema que devora, en lugar de alimentar.
Bibliografía
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Pollan, M. (2006). The Omnivore's Dilemma: A Natural History of Four Meals. Penguin Press.
Schlosser, E. (2001). Fast Food Nation: The Dark Side of the All-American Meal. Houghton Mifflin.
[1] La crítica de arte, en su sentido más amplio, se constituye como un ejercicio intelectual que no solo analiza las obras desde una perspectiva estética, sino que también las contextualiza dentro de marcos sociales, históricos y políticos. A través de este proceso, se busca desentrañar las capas de significados que las piezas artísticas proponen, estableciendo diálogos entre las obras y su entorno. La crítica se convierte así en una herramienta de reflexión y cuestionamiento, capaz de identificar las tensiones entre lo que se representa y lo que se omite, y en consecuencia, arrojar luz sobre las dinámicas de poder y las estructuras ideológicas que subyacen a las manifestaciones artísticas. El crítico de arte es, ante todo, un intérprete y un mediador entre la obra y el espectador, un testigo consciente de las tensiones que subyacen en cada gesto, en cada forma, en cada color. Su mirada no es pasiva; es un lente que revela los secretos que la obra esconde bajo su superficie, que busca en los pliegues de la imagen y en los resquicios del material aquello que transgrede las convenciones del momento. El crítico de arte es, por tanto, un explorador de la subjetividad, alguien que se adentra en el vasto océano de la estética para devolvernos, transformada, una nueva visión del mundo que nos rodea.
[2] El concepto de 'imperios alimentarios' ha sido desarrollado en estudios sobre agroindustria y capitalismo global. Véase Patel, R. (2007). Stuffed and Starved: The Hidden Battle for the World Food System. Melville House
[3] SPP Global. (7 de enero de 2025). La paradoja del aumento en los precios del cacao. SPP Global. https://spp.coop/la-paradoja-del-aumento-en-los-precios-del-cacao/